“Qué hermoso – digo- qué misterio, vivir tan castigado y cantar y reír que asunto raro…” J. Gelman
No sé por qué, hoy desperté recordando la voz tuya, Doña Ramona, cuando repetías sin cesar que- La sopa de pata era lo que yo necesitaba para reponerme de aquélla pulmonía que me había dejado hecha un estropajo.

Venías cada mediodía con el plato humeante por el pasillo de la villa y lo dejabas sobre la mesa; sólo algunas veces lo variabas por un guiso de lentejas y arroz que, según tu decir, Doña Ramona, cumplía casi la misma función que la sopa de pata para reponer enfermos.
No era sencilla tu vida y sin embargo, la solidaridad la caracterizaba en un ir y venir por las casuchas de la villa, cada día, cada noche, cada madrugada.
Porque fue de madrugada y eso lo recuerdo bien, mi hijo quedó durmiendo solo y yo crucé el oscuro pasillo hasta la casa del frente donde vivía mi amiga Mirta quien estaba ya con contracciones de parto cada vez más aceleradas; había llovido, el marido con la ambulancia no llegaban y aún si llegaban ¿Cómo entrarían en aquel lodazal?
Existían dos posibilidades: la transportábamos con el viejo carro tirado por el Pancho, tan viejo caballo como carro o asistíamos el parto allí mismo.
Te mandé buscar, Doña Ramona, yo sola no me animaba, pediste alcohol, no había; pediste perfume, había una loción de lavanda fuerte y penetrante que quedó en mi cabeza dando vueltas toda la mañana; pediste algún hilo, tijeras, sólo conseguimos hilo negro de coser al que le dimos varias vueltas para engrosarlo y mi vieja tijera de recortar diarios y revistas, apenas algún trapo.
Al fin nació, el llanto se unió al último grito de la madre, aliviada y feliz; envolví las sábanas ensangrentadas y las coloqué en un balde con agua, mientras vos, Doña Ramona, terminabas de atender al recién venido y su madre, bien dispuesta, se acomodaba un precario apósito entre las piernas y se aprestaba a dar vuelta el colchón y extender sábanas limpias en la tan querida cama matrimonial.
Llegó el padre, no creía al ver a su mujer levantada organizando la casa que ya le hubiera nacido el hijo; la ambulancia esperaba a varias cuadras, no podía entrar por el barro…allá se fue la feliz y casi infantil pareja con el niño en los brazos, en patas, al hospital…
Serían para entonces, las cinco de la mañana, temprano para los quehaceres, tarde para acostarse; mi hijo seguía durmiendo, tranquilo, inocente del milagro de aquel amanecer; nos sentamos las dos a tomar mate y a esperar que terminara de clarear y entonces empezaste a contarme tu historia…
Vos también, Doña Ramona, soñaste un hijo varón como ellos y tu marido junto con vos. A vos también, Doña Ramona, un montón de años atrás, casi veinte, te nació allá en tu pobre casa mitad ladrillos, mitad chapas, un hermoso bebé que colmara todas tus ilusiones.
Vos decías, Doña Ramona, que fue un mal que te hicieron en el embarazo; la doctora que a veces visita la villa me ha explicado que se trató de un infección en las meninges y que por eso quedó así: medio retardado, sin poder caminar, con su largo hilo de baba y tierra pendiente de sus labios, casi siempre sucio aunque te esmerabas en esos trapos viejos que llamabas pañales y los blanqueabas al sol y los sobabas con jabón blanco tantas veces y los enjuagabas tantas otras y que no hablaba, apenas emitía unos gritos, que .vos, Doña Ramona, sabías traducir solamente.
Quiere mate, pero la verdad es que quiere que estemos junto con él.
Él entiende, nadie me cree – decías, Doña Ramona y hasta yo dudaba entonces de que fuera cierto.
La Vida se encargaría de demostrarme lo contrario y cuánto te entendería entonces, Doña Ramona.
Salias a trabajar, lo dejabas atado sobre el patio de tierra del fondo, bajo la parra, con la radio prendida y el ojo desatento de la vecina que seguramente se olvidaba de vos, Doña Ramona, ni bien dabas vuelta en la esquina.
Soñabas cemento para ese patio, para poder baldearlo cuando fuera necesario y mantenerlo fresco y libre de las moscas que lo invadían todo en la villa…y soñabas un buen cerco con plantas para alegrarlo, soñabas un alero para las siestas insoportables del verano, pero apenas si alcanzaba para aquellas sopas de pata y aquellos guisos de arroz y lentejas que además compartías conmigo…
Su nombre era, es Sabino y no dejo de compararlo con mi propia hija, ni más ni menos, humanos los dos, con los ojos luminosos al vernos llegar, esperando caricias, palabras, arrullos, nanas y a la vez, un lugar en el mundo que apenas podías, podemos darles…
Te quedaste sola con él cuando lo sacaste del hospital, al año de vida más o menos; me seguías contando, mientras ya clareaba y el mate se iba lavando lentamente, aunque lo quisiéramos demorar lo más posible…
Fue un mal, repetías, Doña Ramona, un mal cuando estaba acá en mi panza, me decías, Doña Ramona y yo no podía contradecirte, no me atrevía, no tenía autoridad para hacerlo; que te lo explicara la doctora, ésa que, a veces, llega hasta el pobre caserío que linda con el volcadero de basura donde vivimos y que ella te diga, Doña Ramona, de bacterias, de infecciones, de lesiones neurológicas, irreversibles, de pedazos de cerebro inservibles…
Yo asentía en silencio y te escuchaba…
No sé por qué hoy me desperté recordando tu voz, Doña Ramona y recordando al sabino y su hilo de baba y sus ojos luminosos cuando vos, doña Ramona, llegabas a la casa de ladrillo y chapa, casi a la tardecita y preparabas el mate, que él repetía en un grito que traducía su impaciencia por estar con vos y compartir ese espacio de tiempo que les pertenecía…
Tuve suerte, no comparemos, pero tuve suerte.
Y si no fue suerte, entonces no queda otra razón que extenderte ahora yo, mi mano solidaria, como si humeara en ella un plato de sopa de pata, y pudiera decirte, doña Ramona: tu hijo vale tanto como todos los hijos del mundo, luchemos juntas, en la lucha encontraremos fuerza, coraje, esperanza y esos ojos luminosos que siempre nos están siguiendo por la casa , atentos a cada movimiento, serán testigos de nuestro dolor y de nuestra fuerza que nace, solamente, simplemente, de nuestro vientre, como madres que engendramos junto a cada hijo un sueño, que peleamos como lobas para cumplirlo, que nada ni nadie nos detiene al pujar una idea como aquella niña mujer que parió en la madrugada y sólo vos y yo fuimos testigos…
Ana María Martinez, la autora de éste bello relato (3er Premio Nacional de Narrativa 2000 Voces Literarias Argentinas-Línea Abierta Editores- Córdoba) administra una página Web donde puedes encontrar su obra.
Ana María Martínez Paysandú 435 Colón- Entre Ríos Argentina lavioletita@hotmail.com