Escribo esto desde el respeto, esperando que también se me respete, ya que lo que narraré es una experiencia personal que tiene como eje central a una de las personas que más quiero en la vida, mi hermano menor.
Mi hermano nació en el año 2001, siendo “perfectamente normal” como agrada a la mayoría de la sociedad y por supuesto, al sistema. Se desarrolló de esta manera hasta los 9 años de edad. Cabe resaltar, que nunca tuvimos problema alguno en que ingresara a la escuela de su preferencia. Jamás hubo ni una sombra de discriminación por parte del sistema educativo. Lógicamente no había motivo para ello: mi hermano formaba parte de la lista de la normalidad.
En el año 2011, cuando estaba por cumplir los 10 años, de la noche a la mañana, de un día para otro, tuvo una grave enfermedad que hasta la fecha desconocemos qué fue exactamente. El día 8 de marzo se fue a dormir y a la mañana siguiente mi padre le encontró inconsciente en su cama, convulsionando sin parar. Le llevaron a un pequeño hospital cercano a casa, donde se declararon incompetentes para atenderle dada la gravedad del caso. Fue ingresado ese mismo día en terapia intensiva en el Centro Médico de Occidente de México, donde permaneció cerca de dos meses en coma con el pronóstico de que era imposible que sobreviviera. No hablaré de la pésima e inhumana atención que recibió en ese lugar. Contaré la historia a toda velocidad y grosso modo para llegar al punto que me hace escribir este relato.
Pese a todas las predicciones, mi hermano sobrevivió. Presenta secuelas de la enfermedad que padeció, de las que tampoco hablaré con detalle. Su rehabilitación duró dos años, en los cuales estuvo acudiendo a terapias físicas puesto que había perdido todas las funciones hasta entonces aprendidas, no tenía siquiera la capacidad de deglución. Posteriormente se pasó a las terapias de lenguaje, que le eran impartidas por una maestra en forma individual. No había más alumnos en el aula, sólo él y la maestra. Gradualmente comenzó a hablar, y posteriormente aprendió de nuevo a leer y escribir. Y entonces empezó a pedir ir a una escuela. Él quería regresar con los compañeros con los que había convivido durante toda la primaria. Pero la escuela a la que acudía cuando era “normal” le cerró las puertas. Se nos dijo, a la familia, que ya no había lugar para él. Ellos no podían atender a un niño con discapacidad. Para nosotros era el mismo niño, el que había estado en ese colegio durante cuatro años. Pero para ellos ya no lo era, mi hermano ya no era lo suficientemente valioso para estar ahí.
Se tuvo entonces que buscar una nueva escuela primaria, y por suerte (hasta entonces en mi vida no había creído en la suerte, a partir de este evento hemos estado dependiendo de ella para casi todo) encontramos una escuela inclusiva que aceptó a mi hermano. Era un colegio privado, que tenía pocos alumnos por grupo, no había más de 15 niños en cada salón. Estuvo ahí dos años, con una atención excelente y una perfecta aplicación de los ajustes razonables, lo que le permitió concluir la educación primaria en el año 2015. Más allá del tema académico que es importante pero no la finalidad prístina de la escuela, mi hermano hizo buenos amigos y era feliz.
Lo siguiente era ingresar a la secundaria. Sus tres mejores amigos de la primaria entrarían a un colegio y lógicamente, mi hermano decidió que él quería estar con ellos. Cuando mi madre se presentó en la institución para inscribirle, la directora le dijo que cómo se atrevía a querer inscribir a un retrasado mental (palabras textuales) en una escuela de gran prestigio como era esa. Por supuesto que no, no le aceptarían. El lugar a donde mi hermano tenía que ir era a una escuela especial. “Los diferentes van con los diferentes”. No puedo describir con palabras el dolor que sintió mi hermano cuando le dijimos que no podría estar con sus amigos. Pero el calvario apenas empezaba. No sabíamos que el rechazo sería sistemático. Acudimos a más de diez escuelas secundarias ordinarias y en todas, la respuesta era: él no puede entrar aquí. Que se vaya a la escuela especial.
Pero mi hermano no quería entrar a una escuela especial. Quería ser tratado como todos. Yo soy abogada. Sé que el artículo 3° de la Constitución establece que todos tenemos derecho a la educación. Pero hasta ahí llegaba mi conocimiento sobre el tema educativo. En mi carrera profesional los casos que llevé no estaban ni por asomo relacionados con temas de educación.
Fue entonces que decidí entrar a hacer una maestría, para investigar extensamente sobre el tema. Para saber qué hacer. Para de alguna manera visibilizar este problema social que es la exclusión de personas con discapacidad. Porque para entonces me di cuenta de que mi hermano no podía ser el único que sufriera esta discriminación. En México hay más de 7 millones de personas con discapacidad. Las estadísticas hablan por sí solas. El porcentaje de analfabetismo en personas sin discapacidad es de sólo el 3%. En personas con discapacidad es del 25%. La diferencia es apabullante. Mucha gente dirá claro si es que tienen discapacidad, ¿cómo van a prender a leer? Yo reformulo la pregunta. Si no les admiten en las escuelas, o les envían a escuelas especiales donde no se espera gran avance de ellos, ¿en dónde van a aprender a leer?
Mis padres también son abogados. Desde luego que podríamos haber tramitado un juicio para que mi hermano entrara a la escuela ordinaria. Pero la preocupación era que le recibirían en un ambiente nefasto, puesto que no le querían tener allí. Es fácil sentarte desde un escritorio y citar la Ley de Inclusión para Personas con Discapacidad y los tratados internacionales que atañen al tema. Pero el que iba a soportar el rechazo era él. El miedo nos paralizó. Por intentar protegerle, le dejamos en casa durante tres años. Sí, tres años. En ese lapso seguimos buscando, pero ninguna escuela ordinaria quiso recibirle. Mi hermano cumplió 16 años y entonces ya tenían un nuevo pretexto para su exclusión: la secundaria sólo es para alumnos que no hayan cumplido los 15.
Quisiera manifestar que respeto a los padres que defienden la educación especial, y entiendo su miedo porque lo viví en carne propia. Pero para mí, la sola existencia de la escuela especial es una legitimación para segregar. Mientras siga existiendo, será el lugar por excelencia a donde querrán enviar a mi hermano, y a todos los que tienen alguna discapacidad. Mientras exista, la inclusión no será posible. En nuestro caso particular, no es que yo quería la ordinaria, ni mis padres. Era mi propio hermano quien la pedía a gritos. Gritos que fueron ignorados durante tres largos años. El decir que existe la opción de elegir entre escuela ordinaria y escuela especial, para mí es una falacia, por lo menos en México. Mi hermano no tuvo esa opción jamás.
Escribo esto porque la vida tiene ironías inesperadas. Cuando mi hermano despertó del coma, había perdido todos sus recuerdos de sus diez años de vida. No sabía ni quién eran mis padres, ni quién era yo, ni quién era él mismo. Era como un recién nacido. Que la persona que más amas en el mundo no te recuerde, es atroz. Pero era lo que había. Los médicos nos dijeron que probablemente jamás volvería a hablar, ni a caminar; el daño cerebral era significativo. Nuestro principal objetivo era ayudarle en la recuperación física. Pero claro que nos pasaba por la mente, ¿cómo será ahora? ¿seguirá siendo el niño sarcástico de siempre? ¿nos querrá? Nuestra familia lo tenía claro, él seguía siendo nuestro pequeño, le amaríamos sin importar las secuelas que presentase, le amaríamos si se levantaba teniendo otra personalidad. Le amaríamos sin condición alguna, como seguramente él hubiera hecho de haber sido yo o mis padres quienes hubiéramos estado en estas circunstancias.
No obstante, sería falso decir que cuando mi hermano poco a poco se fue recuperando, y constatamos que muchas de sus facetas permanecían, no tuvimos un júbilo inmenso. Una de estas pequeñas cosas que permaneció, fue que a mi hermano siempre le encantó el color verde. Desde muy pequeño, era su color favorito. Y lo sigue siendo. Hace un par de años empezó a utilizar en su celular la aplicación de whatsapp. Y desde el primer día, cuando yo le decía “te amo” y le enviaba un corazón rojo gigante, él me respondía con muchos, muchos corazones verdes.
Tengo un grupo de amigos y amigas en España a quienes admiro y quiero con toda mi alma, y a quienes hace tiempo les compartí esta historia de los corazones verdes, que para mí simbolizan no sólo el triunfo de la vida sobre la muerte, el valor de la lucha, la importancia de no rendirse nunca, lo imprescindibles que son en la vida la esperanza y el amor. Los corazones verdes simbolizan a mi hermano en todo su esplendor. Los miembros de mi querido grupo, desde que conocen esta historia, han tenido el hermoso detalle de colocar corazones verdes en publicaciones, mensajes, comentarios y fotos en Facebook. Les he dicho que cada que los veo plasmados siento una inmensa alegría porque es como ver ahí a mi hermano, quien, pese a todo pronóstico médico, pese a todos los augurios aciagos que sobre él se lanzan, a veces sin conocerle siquiera; pese a toda orden que le circunscribe a estar sólo en determinados espacios y le dicta permanecer fuera de aquéllos a los que “no pertenece”, como si fuera menos humano, ha seguido su camino y va abriendo brecha para muchos otros que como él recibirán la dura sentencia de la segregación por el hecho de tener diversidad.
Hace seis meses, finalmente mi hermano pudo regresar a la escuela. Una escuela inclusiva a la que también entró uno de sus tres mejores amigos de la primaria. Ha hecho nuevos amigos y se le ve feliz otra vez. Ayer, sin más, llegó radiante a casa tras haber ganado un torneo de ajedrez. Cuando pienso en todas las limitantes que un sinnúmero de personas se empeñan en decir que tendrá mi hermano, y con posterioridad le veo seguir con aplomo y tesón, me viene a la cabeza la frase: “Lo hice porque no sabía que era imposible”.
Para mí, por tanto, este es y seguirá siendo el significado de los corazones verdes: vida, lucha, esperanza, amor, igualdad, humanidad. Inclusión.

Fotografía de mi queridísima María José G. Corell
Ali García Canizalez