La escuela que sueño

Cuando la vida me puso por delante el reto de dirigir un centro educativo, nunca pensé que
supondría para mí una metamorfosis tan grande, tanto en lo personal como en lo profesional.
Lo que a priori parecía un camino fácil porque llevaba muchos años en el centro como maestra
(los últimos perteneciendo al equipo directivo), no lo fue tanto cuando entendí que no era
suficiente con estar y cumplir, sino que era necesario trabajar cada día por seguir mejorando. En cualquier centro este punto es importante, pero en algunos es imprescindible.
El hacia dónde dirigir mi proyecto no fue una decisión que se forjara de la noche a la mañana,
sino que fue fraguándose a lo largo de los años, en los que la vida, afortunadamente, me ha
ido poniendo en el camino a personas que han hecho que dirija la mirada hacia la dirección
correcta.
Han sido personas de diferentes ámbitos; docentes, orientadores, PTSC, familias, alumnado…
Todas, despertaron la curiosidad que hizo que empezara a leer y a querer formarme para
poder ofrecer a mi centro (alumnado y familias) la educación que se merecen. Una educación
que no excluya a nadie, basada en una pedagogía de máximos, donde todos y todas aprenden
lo mismo aunque de diferente manera.
Y ahora mismo, veo tan claro cuál es el camino, que no entiendo cómo puede haber personas,
y aun peor, docentes, que no contemplen la escuela como un lugar compensador de
desigualdades, sea cual sea el origen de la misma (social, físico, económico, psíquico…) . Eso
debe dar igual. Una vez que el alumno o alumna traspasa las puertas de un centro educativo
debería desaparecer de un plumazo todo aquello que le impide aprender y desarrollarse en todos los ámbitos de su vida.
Y es responsabilidad de los docentes y de la administración educativa arbitrar todas y cada unade las medidas necesarias para hacer de este hecho una realidad en todos y cada uno de los
centros.
Entiendo perfectamente a las familias que tienen miedo a escolarizar a sus hijos e hijas en los centros que ahora llamamos “ordinarios” (y que espero que algún día sean llamados “centros
educativos” a secas). Las entiendo porque ahora mismo no estamos preparados ni docentes, ni
centros, ni administración, para atender todas las necesidades que demandan, pero la lucha,que será larga, debe de ir en esa dirección.
No es una cuestión de preferencias, es una cuestión de DERECHOS.
Como muy sabiamente decía Don Quijote, “Cambiar el mundo, amigo Sancho, no es locura ni
utopía, sino justicia”

Cecilia

La pecera

Texto extraído de Orgullo Loco Madrid

Nos llega esta preciosa ilustración acompañada de este texto titulado:“La pecera” 💜🎏

El cristal es frágil… también irreversible; como la pérdida de la confianza en alguien o de la inocencia.
Para mi la inocencia perdida, viene de un muro que sostengo. El mirar con los ojos abiertos a un mundo hecho de paneles y clasificaciones. En ese mundo yo soy… Motivo de burla o de temor. A ojos de los ignorantes, lo soy.
Sin embargo, aprendo a mirarme con orgullo y grabarlo a conciencia. Una loca orgullosa.
Porque el mundo se empeña en devaluarnos cada día.
Os voy a contar algo. Una experiencia propia, que abre mis emociones en canal y deja mi piel en carne viva.
Ese sentir sigue latente.
Y en él, asoma la rabia y las ganas de gritar mi nombre en este escrito… Y alguno más.
Renace la furia… El instinto de romper el cristal carcelero.
Puede que la palabra ayude.
Por ello, procedo a contaros lo que me ocurrió.
Sucedió en el 2011.
Estábamos en época de evaluaciones finales y dos profesoras, mi tutora y mi profesora de artístico, decidieron evaluarme en un lugar no habitual.
Me sentía como el pez que se deja arrastrar por el agua hasta la red. Su autoridad no me me impulsó a cuestionar… Aunque ganas no me faltaban.
Ese año había vivido una mala experiencia con esa profesora. Me vi humillada más de una vez por su parte en clase. Esas situaciones me afectaron mucho.
Volviendo a ese día, yo seguí sus pasos para ser evaluada en la biblioteca. Aguanté el mal trago como pude, con la sospecha de que había algo más.
Me faltaba el aire.
Aquel habitat de cristal no era casualidad; era una pecera.
Y yo era la presa; temida por la ignorancia de dos profesoras incompetentes.
Pero además, intuía algo más; algo peor. Hasta que pude saber que era. Me comunicaron sin ninguna empatía que iban a transmitir a todo el profesorado mi diagnóstico; esquizofrenia.
Me sentía violada. Aquella pecera de cristal se achicaba cada vez más… Y más. No podía respirar.
Peleaba con ellas, les rogaba que no me robaran mi intimidad. No encontré comprensión en sus miradas. Tan solo discriminación. Estaban determinadas con mi sentencia.
Me quedé sola. Salieron de la biblioteca para cumplir con su “cometido”. Sin contar con que no tenían mi consentimiento. Paralizada por la angustia me quedé ahogada en llanto, secándome las lágrimas… desnuda. Me sentía así. Y una multitud me miraba a través del cristal. Había terminado la charla en el salón de actos y los ojos de mis compañeros estaban puestos en mi.
Al rato, mi tutora y la de artístico, volvieron con una profesora. Alguien a quien recuerdo con cariño. Porque fue la única persona que me trató aquel día con respeto y empatía.
Me escuchó y me ayudó a recuperar el aire, en aquella crisis de ansiedad.
Finalmente y gracias a ella, todo se quedó ahí.
En mi entorno más cercano, me hablaron de denunciar, pero también me recordaron que me podía perjudicar, al hacerse eco.
Porque la esquizofrenia, así como otro tipo de diagnósticos, NO están aceptados en esta sociedad. Estamos tan estigmatizadas, que vivimos la ignorancia y la violencia ajena en nuestra piel, en nuestras heridas.
Me diagnosticaron esquizofrenia con 14 años.
Tenía 17 años cuando violaron mi intimidad y mi voluntad. Cuando agredieron mi integridad.
No denuncié.
Hoy lo hago y aún quema

La valentía de Elizabeth

“En septiembre de 1957, #ElizabethEckford tiene 15 años y avanza en silencio.
Parece como si no escuchara los gritos de odio y las miradas de desprecio de compañerxs estudiantes en su primer día de escuela.
Ante tanta ignorancia racista, Elizabeth responde con la seguridad de sus pasos valientes: ella quiere estudiar.
Elizabeth fue una de las nueve estudiantes afroamericanas cuya integración en la Escuela Secundaria Central Little Rock de Arkansas fue ordenada por un tribunal federal.
El racismo sigue ahí, dibujado en cada grito alrededor de Elizabeth, todavía hoy.”
Revista y Editorial Sudestada.

De Marta Ateak