Demasiadas expectativas

Me gustaría encontrarme con ella, casualmente; y no es que crea yo en las casualidades, más bien creo que lo que solemos atribuir al azar no es sino la causa de una transformación que, aunque tantas veces lenta, termina por provocar el necesario cambio. A veces es solo cuestión de tiempo que suceda.

Y quería encontrarme con ella precisamente porque el tiempo vuela y ¡por qué no decirlo! a veces apremia cuando lo que está en juego es el futuro del hijo adulto con discapacidad, a merced de una sociedad que mide tiempos y vidas en términos de productividad; una sociedad que presume de avanzada y sin embargo se resiste a madurar, ignorando la discapacidad como parte de la vida: todos en algún momento vamos a transitar la vulnerabilidad.

Y sé que ella no me reconocería ¡serán tantas las caras que habrá visto a lo largo de su trayectoria política! Ni siquiera sé si seguirá en política. En cambio yo sigo y seguiré por aquí; mi compromiso con la realidad del hijo no tiene fecha de caducidad.

Recuerdo aquel encuentro, hace casi quince años. Acababa de aprobarse la ley de Promoción de la Autonomía Personal y Dependencia y todo eran titulares de prensa destacando las bondades de una ley que se anunciaba como el cuarto pilar de la Sociedad del Bienestar. Aquella era una de tantas jornadas que se organizaban para presentar la ley en sociedad. Para entonces mi hijo Ángel ya había sido valorado y reconocido por la ley con el máximo grado, uno más entre sus apabullantes títulos. Sin embargo, en términos prácticos y reales, las bondades de aquella ambiciosa ley reducían todo su derecho a una hora diaria de asistencia a domicilio. Irónicamente la larga lista de servicios y recursos a los que su grado le daba derecho se desmoronaron cual castillo de naipes frente a una más larga lista de incompatibilidades, mudando todas mis expectativas en desencanto e impotencia a partes iguales. Suele ocurrir cuando partimos de la nada y apostamos por confiar en el espejismo de un futuro justo.

Para ella aquel seguramente sería un acto más en su agenda política. La imagino hilando palabras para un discurso destinado a un auditorio presumiblemente agradecido… suele pensarse que quien viene de la nada todo lo recibe con gratitud y pleitesía, aunque se esté hablando de derechos fundamentales y por tanto incuestionables.

Y de derechos e injusticia sabíamos mucho aquel público predecible y equivocadamente fácil a quien iba dirigida la jornada: madres de personas con discapacidad; madres solas, agotadas, invisibilizadas, pero no invisibles; madres acostumbradas a adaptarse a la realidad del hijo sin más recursos que su voluntad y su amor incondicional, pero no resignadas; madres silenciadas, etiquetadas por el prejuicio de la discapacidad como abnegadas, sacrificadas, heroínas…; mujeres obligadas a dejar atrás ilusiones personales, proyectos profesionales incompatibles con los cuidados del hijo; mujeres trabajadoras en el silencio de jornadas de 24 horas, sin derecho a descanso ni vacaciones; mujeres con una futura jubilación inexistente o tan precaria como su conciliación laboral y familiar; pero siempre mujeres con nombre y apellidos, dignas, resistentes, decididas, formadas, informadas, activistas de la dignidad y los derechos del hijo.

Pensaba que aquel encuentro podía ser la oportunidad perfecta para acercarnos, acortar distancias entre la mirada de la política que era ella y las madres que éramos nosotras; así que allí estaba yo, sentada entre el desencanto y la esperanza, escuchándola con atención. Desde su posición de política la suya se presentaba como una ley perfecta sobre el papel; una amplia cartera de servicios donde todo era sumar recursos a medida. Sin embargo a mí ya me había tocado sufrir su letra pequeña: lo que quedaba de la ley tras restar a los servicios la lista de incompatibilidades.

Y fue en el turno de preguntas, ante mi cuestionamiento sobre lo injusto de la ley, cuando su respuesta retumbó en mi cabeza como el eco atronador del prejuicio.

  • Quizás las familias habéis puesto demasiadas expectativas en la ley – dijo.

A veces hasta el discurso más cuidado del mejor orador corre el riesgo de desvanecerse cuando entra en contradicción con su propio discurso interno; ese que aflora espontánea, inconscientemente… a veces en un gesto, una sola palabra suficiente para romper la magia del espejismo.

Y el suyo, su prejuicio, estaba justo en aquel calificativo: “demasiado”, que era tanto como decir “exceso de expectativa sobre la ley”, exceso de esperanza, exceso de derecho, exceso de dignidad…

Podía haberme respondido que la ley acababa de nacer, que apenas estaba por desarrollarse y mejorar; podía haberme dicho que entendía mi desencanto, mi dolor; podía haber sentido un poco de empatía hacia mi, por mi derecho a recuperar mi trabajo; podía haberme dicho que estaba allí para conocer de cerca las duras experiencias de las familias; podía haberme dicho que intentaría conocer más profundamente la realidad de los adultos con discapacidad; podía haberlo hecho… pero no lo hizo.

Y en ese calificativo estaba colocando el prejuicio, ese que determina que las personas nombradas por la discapacidad son menos personas, menos válidas, menos dignas. Es ese calificativo que sigue viendo a las personas con discapacidad desde un prisma médico y asistencial; es ese calificativo que desde la soberbia del capacitismo los mira como seres fallidos, desposeídos de ilusiones, intereses y necesidades propias, individuales. Es ese calificativo que cosifica a la persona con discapacidad al colocarla en compartimentos estancos, frías e inhumanas celdillas pensadas desde el parámetro problema-solución.

Cómo entender si no que pasados unos segundos me sugiriera con total naturalidad que para “recuperar” yo mi trabajo, mi vida, podía ingresar a mi hijo en una residencia, sin conocer nada sobre él: su edad, sus gustos, sus intereses, sus deseos, sus apegos… sin tener en cuenta que si para una madre es duro aceptar que a veces el futuro del hijo con discapacidad pasa por asumir que no lo decidirá él, mucho más duro y antinatural es institucionalizar al hijo con 22 años asumiendo como natural el fracaso de un sistema incapaz de ofrecer los recursos necesarios, por derecho natural, para que viva en su entorno, su casa, sin que para ello la familia, casi siempre las madres, tengamos que renunciar a nuestro espacio personal de por vida.

Por eso me gustaría tanto encontrarme con ella, porque el tiempo apremia; por eso me gustaría sentarme con ella, y más que hablar escucharla y poder hacerlo tranquilamente, confiada. Que me contara qué se había hecho en estos largos quince años por adaptar aquella ley sobre la que al final de la charla y a solas me dijo que haría lo posible por adecuarla a las necesidades de las personas. Me gustaría que me dijera, sinceramente, si hay expectativas de un compromiso firme con el futuro del adulto con discapacidad cuando su bienestar pasa inevitablemente por vivir en una residencia; me gustaría que me asegurara que hay expectativas de que se construyan pequeñas residencias-casa, me gustaría que me dijera que estará garantizado para mi hijo que la suya será lo más parecida a su hogar.

Me gustaría escucharla ahora que mis expectativas están bajo mínimos, no por mi, soy experta en buscar luz, sino porque el sistema, con su ausencia de compromiso real con la diversidad humana, se empeña en que sea yo quien se siga adaptando a la letra pequeña de la ley, a su raquitismo, a su oscuridad; me gustaría tener noticias suyas para que me hablara de luz, ahora que necesito esa certeza para creer que hay futuro para mi hijo sin mí.

Me gustaría encontrarme con ella y sentir que mi lucha por que Ángel tenga su todo ha valido, vale la pena, me gustaría sentir que estamos de acuerdo en que todos somos expectativa, sin medida, que somos sueños, que somos dignidad, que somos vida toda la vida, todas las vidas.✨✨✨✨✨✨✨

María Luisa Fernández de La Mirada de Ángel

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