Mi madre Mariví está en lo más pequeño, qué es grande, puro y es semilla. Mi madre es arte, beso apretado, suave pincelada de marina. Mi madre es creadora, nos acunó en su vientre, y trajo al mundo a cuatro niñas. Tres de ellas ya mujeres, madres de sus nietos. Su hija pequeña, tan querida Laura, nuestra hermana, murió niña. Mi madre es lágrima salada, es corazón, belleza, maestra de infantil y de la vida. Mi madre está en los bebés que sonríen dormidos y en sus contagiosas y despiertas risas. Mi madre es nido, pájaro, cuento, canción infantil, margarita del campo y poesía. Mi madre es aroma de café, es película en el sofá, comida familiar, loza limpia, abrazo y caricia. Mi madre es árbol y hoja, hoja libre, jugando con sus nietos y la brisa.
Siempre me incomodó esa palabra, esta etiqueta con la que nos denominaron a las mujeres que cuidamos de personas que no pueden cuidarse a sí mismas, ya sea por una discapacidad, condición de salud o edad. A las cuidadoras se nos ve como presencias abnegadas y entregadas, seres sacrificados que merecen una admiración lastimera. “No sé cómo lo haces, yo no podría” “eres una santa” “ya no hay personas como tú”. Y entiendo que, tras esos halagos y palabras aparentemente compasivas, también hay una cierta transacción de culpa: le digo a esa cuidadora lo grandiosa que es para que no sienta que su vida se ha reducido a una responsabilidad que nadie quiere compartir. Porque así es. Una vez te conviertes en cuidadora (seguiré usando la palabra por lo del contexto), el resto de responsables, implicados y sociedad, desaparecen. Ocasionalmente asoman para hacer un acto de presencia matizado de hipocresía y celeridad. Las cuidadoras no pueden trabajar, en el sentido proletario del concepto, no devengan un sueldo y sus ingresos se reducen a los aportes que familiares o los beneficios que entrega el gobierno miserable como un “apoyo” a las personas vulnerables y otros ingresos que no viene al caso enumerar, eso sí todo indirecto, nada para la cuidadora en sí. Hablemos del tiempo libre. ¿Qué hace una cuidadora en su tiempo libre? A pocos les importa, la respuesta si esta pregunta se hiciera a transeúntes de una gran ciudad sería: ver telenovelas, tejer, pintarse las uñas, tejer y en la última opción, dormir. Así de trivial se ve a la cuidadora. A nadie se le ocurre que la cuidadora sigue en actividades anexas al cuidado como limpiar, lavar, cocinar y volver a limpiar. Mentalizada en automático, sin detenerse, no porque no pueda o quiera, sino porque de hacerlo sería consciente de la injusticia de un sistema social que no sabe cómo meterlas debajo de la alfombra. Pero alguien descubrió que aunque no aportan fuerza laboral, si pueden aportar votos y se inventaron programas para cuidadoras que consisten en unas ridículas reuniones en centros del gobierno donde un o una conferencista habla sobre la importancia del aguacate en la dieta o la mejora de la postura; posterior a ello, llega el candidato a concejal y nos recuerda el valor de la cuidadora y jura que cuando sea concejal dará a estas “entregadas mujeres” un bono simbólico monetario. Ahora somos mercancía. Mientras toda esta payasada termina, la angustia se nos revuelve en la cabeza al saber a la persona a nuestro cuidado sola en casa porque no hay a quién delegar esa función (quizá una vecina que mire desde la ventana de enfrente). No, esto no es una queja, ni mucho menos un reclamo. Es solo información. Estoy segura que no existe en esta tierra una sola familia sin alguien que haya asumido el papel de cuidadora (porque se asume, no se negocia, y con el más honesto amor del mundo, amor de verdad fuera de todo paréntesis y en mayúsculas). Esa persona, la cuidadora, perdió derechos y oportunidades y no por la persona a la que cuida, sino por la desidia de quienes sin ella no podrían trabajar y seguir adelante con sus vidas. CUIDADORA. No me pongan esa etiqueta. No sean tan básicos e insolentes. Esa etiqueta está anulando a seres humanos. Son madres, hijas, esposas, tías, familiares, que lejos de ser nominadas a la canonización, están, parafraseando a Gabo, condenadas a la soledad, sin una segunda oportunidad sobre la tierra.
Dícese del trastorno situado dentro de un determinado contexto interpersonal, social, económico, político, etc., al que subyace una visión de la salud mental entendida como un asunto que incumbe a las relaciones del sujeto con diversos elementos de su medio. O dicho de otra forma, define el impacto dañino que tienen los entornos hostiles crónicos sobre las personas y sus relaciones sociales. Es por tanto un tipo de trauma que tiene su origen en la sociedad misma, y que “se sostiene por las imperfectas mediaciones institucionales, grupales e individuales en las que participan” (M. Mínguez). Cuando las experiencias vividas por cualquier estudiante constituyen una amenaza para su integridad psicológica (a veces también física), estas constituyen hechos traumáticos que afectan de manera indeleble su vida entera. Y si hablamos de hechos repetitivos y prolongados en el tiempo, que afectan a niños o jóvenes con poca o ninguna capacidad de respuesta, el potencial traumático es evidente. Y esto ocurre cuando a un/a alumno/a se le rebajan las esperanzas en razón de su diversidad, cuando se le infantiliza, cuando se le obvia, cuando se le estira o se le recorta o cuando se le sitúa al margen de la vida de aula. Cuando en el recreo se ve obligado a esconderse en el baño, o a fingir que le gusta estar en la biblioteca leyendo sólo, para que nadie se dé cuenta de esa soledad que le acorrala en el patio. Soledad que no sólo le aísla sino que también le avergüenza. Cuando insisten en dejarle fuera de actividades que son obligatorias para el resto de la clase. Cuando tiene que estar demostrando denodadamente su valía, medida esta en percentiles de aproximación al único molde que la escuela le ofrece. Cuando le miran de arriba abajo, con una falta de aceptación que oscila entre la falta de confianza en sus capacidades y la sospecha de que ha dejado sin contestar el examen porque no le da la gana de esforzarse. Cuando se da cuenta de que es invitado por pena o por obligación (da igual si es a un cumpleaños o a hacer los deberes en casa de un compañero). Estoy hablando de hechos traumáticos psicosocialmente. Y cuando estas experiencias tienen un carácter inenarrable, incontable e incomprensible para su entorno, cuando a nadie le importan los miles de obstáculos que salta o esquiva cada día solo para poder llevar una vida normal y corriente, o cuando a nadie le preocupa saber qué significa que un derecho que uno tiene le sea arrebatado por los maestros, por los vecinos, por quien diseña los espacios o los ocios colectivos… siguen siendo hechos traumáticos que despedazan los referentes de seguridad de este alumnado más diverso. ¿Hasta cuándo permitiremos que el trauma psicosocial sea parte de una normal anormalidad social? Porque no podemos aparentar que no lo sabemos.
Dícese del trastorno situado dentro de un determinado contexto interpersonal, social, económico, político, etc., al que subyace una visión de la salud mental entendida como un asunto que incumbe a las relaciones del sujeto con diversos elementos de su medio. O dicho de otra forma, define el impacto dañino que tienen los entornos hostiles crónicos sobre las personas y sus relaciones sociales. Es por tanto un tipo de trauma que tiene su origen en la sociedad misma, y que “se sostiene por las imperfectas mediaciones institucionales, grupales e individuales en las que participan” (M. Mínguez). Cuando las experiencias vividas por cualquier estudiante constituyen una amenaza para su integridad psicológica (a veces también física), estas constituyen hechos traumáticos que afectan de manera indeleble su vida entera. Y si hablamos de hechos repetitivos y prolongados en el tiempo, que afectan a niños o jóvenes con poca o ninguna capacidad de respuesta, el potencial traumático es evidente. Y esto ocurre cuando a un/a alumno/a se le rebajan las esperanzas en razón de su diversidad, cuando se le infantiliza, cuando se le obvia, cuando se le estira o se le recorta o cuando se le sitúa al margen de la vida de aula. Cuando en el recreo se ve obligado a esconderse en el baño, o a fingir que le gusta estar en la biblioteca leyendo sólo, para que nadie se dé cuenta de esa soledad que le acorrala en el patio. Soledad que no sólo le aísla sino que también le avergüenza. Cuando insisten en dejarle fuera de actividades que son obligatorias para el resto de la clase. Cuando tiene que estar demostrando denodadamente su valía, medida esta en percentiles de aproximación al único molde que la escuela le ofrece. Cuando le miran de arriba abajo, con una falta de aceptación que oscila entre la falta de confianza en sus capacidades y la sospecha de que ha dejado sin contestar el examen porque no le da la gana de esforzarse. Cuando se da cuenta de que es invitado por pena o por obligación (da igual si es a un cumpleaños o a hacer los deberes en casa de un compañero). Estoy hablando de hechos traumáticos psicosocialmente. Y cuando estas experiencias tienen un carácter inenarrable, incontable e incomprensible para su entorno, cuando a nadie le importan los miles de obstáculos que salta o esquiva cada día solo para poder llevar una vida normal y corriente, o cuando a nadie le preocupa saber qué significa que un derecho que uno tiene le sea arrebatado por los maestros, por los vecinos, por quien diseña los espacios o los ocios colectivos… siguen siendo hechos traumáticos que despedazan los referentes de seguridad de este alumnado más diverso. ¿Hasta cuándo permitiremos que el trauma psicosocial sea parte de una normal anormalidad social? Porque no podemos aparentar que no lo sabemos.
“Eso de la inclusión, si tiene que llegar, ya llegará!” Me respondió una persona, miembro del equipo directivo, en una reunión de Comisión de Coordinación Pedagógica.
Seguimos enviando alumnado a centros específicos, a aulas específicas (que ahora, en el colmo de la ironía, en la comunidad valenciana son consideradas como escolarización ordinaria), a programas para alumnado con necesidades “especiales” o alumnado que va cambiando de colegio porque en el que estaban no los quieren…
“Este niño, el año que viene aquí no lo quiero” este fue el recibimiento que me hizo el equipo directivo en un colegio al llegar en septiembre.
O, recientemente, otro colegio que quería celebrar una fiesta porque un alumno se iba (no, no se va, lo habéis echado, lo habéis maltratado), solo necesitaba amor y respeto, pero, lamentablemente, hay personas, “profesionales de la educación” que no saben lo que es eso.
Se puede cuidar el lenguaje, como comentábamos en una conversación, tras la respuesta a la orientadora que, en el cambio de etapa a secundaria, me preguntaba sobre una alumna: -Fulanita ¿qué problema es? -Fulanita no es un problema, fulanita es una niña. El lenguaje representa lo que pensamos.
No podemos ofender(nos) de este modo.
Seguimos maltratando de muy diversas formas. Alguna que ni siquiera imaginaba que pudiera existir.
No se trata de tolerancia, se trata de derechos.
Se trata de RESPETO.
Se trata de querer. Querer de voluntad y, sí, de amor.
Me gustaría encontrarme con ella, casualmente; y no es que crea yo en las casualidades, más bien creo que lo que solemos atribuir al azar no es sino la causa de una transformación que, aunque tantas veces lenta, termina por provocar el necesario cambio. A veces es solo cuestión de tiempo que suceda.
Y quería encontrarme con ella precisamente porque el tiempo vuela y ¡por qué no decirlo! a veces apremia cuando lo que está en juego es el futuro del hijo adulto con discapacidad, a merced de una sociedad que mide tiempos y vidas en términos de productividad; una sociedad que presume de avanzada y sin embargo se resiste a madurar, ignorando la discapacidad como parte de la vida: todos en algún momento vamos a transitar la vulnerabilidad.
Y sé que ella no me reconocería ¡serán tantas las caras que habrá visto a lo largo de su trayectoria política! Ni siquiera sé si seguirá en política. En cambio yo sigo y seguiré por aquí; mi compromiso con la realidad del hijo no tiene fecha de caducidad.
Recuerdo aquel encuentro, hace casi quince años. Acababa de aprobarse la ley de Promoción de la Autonomía Personal y Dependencia y todo eran titulares de prensa destacando las bondades de una ley que se anunciaba como el cuarto pilar de la Sociedad del Bienestar. Aquella era una de tantas jornadas que se organizaban para presentar la ley en sociedad. Para entonces mi hijo Ángel ya había sido valorado y reconocido por la ley con el máximo grado, uno más entre sus apabullantes títulos. Sin embargo, en términos prácticos y reales, las bondades de aquella ambiciosa ley reducían todo su derecho a una hora diaria de asistencia a domicilio. Irónicamente la larga lista de servicios y recursos a los que su grado le daba derecho se desmoronaron cual castillo de naipes frente a una más larga lista de incompatibilidades, mudando todas mis expectativas en desencanto e impotencia a partes iguales. Suele ocurrir cuando partimos de la nada y apostamos por confiar en el espejismo de un futuro justo.
Para ella aquel seguramente sería un acto más en su agenda política. La imagino hilando palabras para un discurso destinado a un auditorio presumiblemente agradecido… suele pensarse que quien viene de la nada todo lo recibe con gratitud y pleitesía, aunque se esté hablando de derechos fundamentales y por tanto incuestionables.
Y de derechos e injusticia sabíamos mucho aquel público predecible y equivocadamente fácil a quien iba dirigida la jornada: madres de personas con discapacidad; madres solas, agotadas, invisibilizadas, pero no invisibles; madres acostumbradas a adaptarse a la realidad del hijo sin más recursos que su voluntad y su amor incondicional, pero no resignadas; madres silenciadas, etiquetadas por el prejuicio de la discapacidad como abnegadas, sacrificadas, heroínas…; mujeres obligadas a dejar atrás ilusiones personales, proyectos profesionales incompatibles con los cuidados del hijo; mujeres trabajadoras en el silencio de jornadas de 24 horas, sin derecho a descanso ni vacaciones; mujeres con una futura jubilación inexistente o tan precaria como su conciliación laboral y familiar; pero siempre mujeres con nombre y apellidos, dignas, resistentes, decididas, formadas, informadas, activistas de la dignidad y los derechos del hijo.
Pensaba que aquel encuentro podía ser la oportunidad perfecta para acercarnos, acortar distancias entre la mirada de la política que era ella y las madres que éramos nosotras; así que allí estaba yo, sentada entre el desencanto y la esperanza, escuchándola con atención. Desde su posición de política la suya se presentaba como una ley perfecta sobre el papel; una amplia cartera de servicios donde todo era sumar recursos a medida. Sin embargo a mí ya me había tocado sufrir su letra pequeña: lo que quedaba de la ley tras restar a los servicios la lista de incompatibilidades.
Y fue en el turno de preguntas, ante mi cuestionamiento sobre lo injusto de la ley, cuando su respuesta retumbó en mi cabeza como el eco atronador del prejuicio.
Quizás las familias habéis puesto demasiadas expectativas en la ley – dijo.
A veces hasta el discurso más cuidado del mejor orador corre el riesgo de desvanecerse cuando entra en contradicción con su propio discurso interno; ese que aflora espontánea, inconscientemente… a veces en un gesto, una sola palabra suficiente para romper la magia del espejismo.
Y el suyo, su prejuicio, estaba justo en aquel calificativo: “demasiado”, que era tanto como decir “exceso de expectativa sobre la ley”, exceso de esperanza, exceso de derecho, exceso de dignidad…
Podía haberme respondido que la ley acababa de nacer, que apenas estaba por desarrollarse y mejorar; podía haberme dicho que entendía mi desencanto, mi dolor; podía haber sentido un poco de empatía hacia mi, por mi derecho a recuperar mi trabajo; podía haberme dicho que estaba allí para conocer de cerca las duras experiencias de las familias; podía haberme dicho que intentaría conocer más profundamente la realidad de los adultos con discapacidad; podía haberlo hecho… pero no lo hizo.
Y en ese calificativo estaba colocando el prejuicio, ese que determina que las personas nombradas por la discapacidad son menos personas, menos válidas, menos dignas. Es ese calificativo que sigue viendo a las personas con discapacidad desde un prisma médico y asistencial; es ese calificativo que desde la soberbia del capacitismo los mira como seres fallidos, desposeídos de ilusiones, intereses y necesidades propias, individuales. Es ese calificativo que cosifica a la persona con discapacidad al colocarla en compartimentos estancos, frías e inhumanas celdillas pensadas desde el parámetro problema-solución.
Cómo entender si no que pasados unos segundos me sugiriera con total naturalidad que para “recuperar” yo mi trabajo, mi vida, podía ingresar a mi hijo en una residencia, sin conocer nada sobre él: su edad, sus gustos, sus intereses, sus deseos, sus apegos… sin tener en cuenta que si para una madre es duro aceptar que a veces el futuro del hijo con discapacidad pasa por asumir que no lo decidirá él, mucho más duro y antinatural es institucionalizar al hijo con 22 años asumiendo como natural el fracaso de un sistema incapaz de ofrecer los recursos necesarios, por derecho natural, para que viva en su entorno, su casa, sin que para ello la familia, casi siempre las madres, tengamos que renunciar a nuestro espacio personal de por vida.
Por eso me gustaría tanto encontrarme con ella, porque el tiempo apremia; por eso me gustaría sentarme con ella, y más que hablar escucharla y poder hacerlo tranquilamente, confiada. Que me contara qué se había hecho en estos largos quince años por adaptar aquella ley sobre la que al final de la charla y a solas me dijo que haría lo posible por adecuarla a las necesidades de las personas. Me gustaría que me dijera, sinceramente, si hay expectativas de un compromiso firme con el futuro del adulto con discapacidad cuando su bienestar pasa inevitablemente por vivir en una residencia; me gustaría que me asegurara que hay expectativas de que se construyan pequeñas residencias-casa, me gustaría que me dijera que estará garantizado para mi hijo que la suya será lo más parecida a su hogar.
Me gustaría escucharla ahora que mis expectativas están bajo mínimos, no por mi, soy experta en buscar luz, sino porque el sistema, con su ausencia de compromiso real con la diversidad humana, se empeña en que sea yo quien se siga adaptando a la letra pequeña de la ley, a su raquitismo, a su oscuridad; me gustaría tener noticias suyas para que me hablara de luz, ahora que necesito esa certeza para creer que hay futuro para mi hijo sin mí.
Me gustaría encontrarme con ella y sentir que mi lucha por que Ángel tenga su todo ha valido, vale la pena, me gustaría sentir que estamos de acuerdo en que todos somos expectativa, sin medida, que somos sueños, que somos dignidad, que somos vida toda la vida, todas las vidas.✨✨✨✨✨✨✨
Día internacional de la concienciación sobre…( y aquí vamos intercambiando la etiqueta que nos marquen). Llenamos nuestras webs de sensibilización, hacemos posters, nos sumamos a que ellos ( ellos, ellos, ellos, ellos…) tengan los mismos derechos que nosotros, nos ponemos un calcetín de cada color o tiramos de azul si es lo que toca y ejecutamos toda una farándula de buenas intenciones. Por supuesto, en las escuelas e institutos también lo c e l e b r a m o s. Contamos a todo el alumnado que hay que compartir y respetar, pero esas frases quedan enganchadas en la pizarra y no salen hasta el patio. Si hacemos trabajos en equipo les inculcamos aquello de compartir, respetar y valorar, porque sí o sí hay que aceptar en el equipo a esa alumna distintamente capacitada que siempre es la última en ser elegida. Y hacemos como si no hubiéramos estado enseñando a sus compañeros que se puede dejar a alguien fuera de la plena participación, porque durante una quincena (un trimestre, un curso, una infancia) hemos estado diseñando actividades excluyentes y favoritistas. O hacemos como si nuestro alumnado no percibiese, en la inmensa riqueza de situaciones convivenciales que se generan dentro de un aula, que no tenemos las mismas altas expectativas para todos. Soy consciente del mucho trabajo que queda por hacer, para la visibilización de la discriminación que aún, a día de hoy, sigue afectando a una parte de nuestro alumnado, Pero me incomoda observar cómo todo el mundo se sube a la moda de exigir igualdad de derechos, y ya. Reivindicamos de boquilla pero no nos comprometemos. No maquillemos con solo palabras nuestras acciones. No enarbolemos en alto este marco vacío, porque dentro de este marco hay nombres propios, con vidas únicas y sueños grandes. Y si resulta que os gusta mucho celebrar estos días internacionales, os sugiero encarecidamente que no perdáis de vista el día 5 de abril, Día Internacional de la Conciencia, que, sin clasificaciones, pretende el reconocimiento de los derechos de todas las personas.
Esta es la imagen que sube el colegio público al que asiste mi hija en San Fernando, Cádiz con el siguiente lema un (feliz viaje hacia el infinito) acompañado de #diamundialdelautismo #uncoleunido #educacion #amor #llamemosloporsunombre para concienciar sobre el autismo, el mismo colegio que lleva años queriendo que mi hija salga de allí, concienciar no se consigue con una imagen y la inclusión muchísimo menos.
Ahora os contamos como lo estamos viviendo en nuestra familia! Desde el curso 2021/2022 nos hemos sentido acosados, hemos tenido que aguantar barbaridades como que nos digan que esperamos en el futuro de nuestra hija cuando vaya a un instituto, a lo que hemos contestado que nunca se sabe cómo puede evolucionar en el futuro como cualquier otro niño/a sin necesidad especial, hemos aguantado que nos levanten la voz en varias ocasiones e incluso nos golpeen la mesa, nos dicen que el colegio no tiene los recursos, cosa que no es cierta puesto que tiene PT, AL, PTIS y un aula reducida de 8 alumnos, es cierto que el PTIS está 4 horas al día cosa que llevo reclamando desde principio del curso 2022/2023 mandando varios escritos a la consejería de educación solicitando que esté a tiempo completo, que la única respuesta que hemos obtenido ha sido que está solicitado y que responderán si lo conceden o no a la mayor brevedad posible, la mayor brevedad posible por lo que vemos para ellos será cuando acabe el curso! Por otro lado no nos dan documentación alguna como por ejemplo las tareas, tampoco nos entregan las notas e incluso nos han invitado a ir a un colegio privado/concertado cosa que no entendemos que un funcionario nos invite a ir a un privado/concertado que tienen más recursos que el público algo que tampoco es cierto, otro comentario que no entendemos es el que nos hicieron en una ocasión sobre el tema de religión, no sabemos si es por tema religioso o por descanso y un sin fin de cosas más. Lo único que queremos es lo que a nuestra hija le pertenece por ley porque lo dice la ONU y es una ley de rango mayor a cualquier ley del Estado Español, puesto que tienen que cumplir y hacer cumplir dicha convención de la ONU si no está vulnerando y conculcado los derechos de nuestra hija y es un maltrato institucional. Gracias por la atención prestada y por vuestra colaboración ante un caso de discriminación que vulnera los derechos de un menor.
Dejar sólo en un pasillo a un chico ciego, es maltrato… Humillar por volcar el plato que no ve, es maltrato… Sentarlo a la fuerza, es maltrato… El abandono emocional, es maltrato… Increpar a un chico que tiene espasmos en todo su cuerpo que no puede controlar, decirle que pare ya o que se esté quieto porque te pone nerviosa, es maltrato… Permitir que una persona pase todo el día durmiendo (y tú con el móvil) para que no moleste, que luego no duerma en toda la noche, y que l@s del turno de noche se quejen por ello, es maltrato… Decirles cochinos o marranas por no controlar esfinteres es maltrato… Que ningún día de tu vida nadie se acerque a tí, es maltrato… Que os creáis sus madres y por ello tratéis a estos hombres y mujeres, (algun@s con más años que tú) como os da la gana, es maltrato… La falta de intimidad, es maltrato… Que te tengan “contenida” físicamente todos los días de tu vida, y que todo el mundo lo vea normal es un maltrato en todas sus vertientes… Qué tu madre esté luchando por tus derechos toda la vida, y que todos sus logros queden al otro lado de la puerta, es maltrato… Todos los días, cada día igual… La tortura del capacitismo.
Si se lo preguntamos a una persona que vivía al inicio de la Edad Media, respondería que es plana. Y no estaría mintiendo: simplemente estaría haciendo referencia a los conocimientos vigentes de la época.
Pero lo verdaderamente relevante aquí es que ESTARÍA VIVIENDO como si la Tierra fuese plana. Sus actuaciones no desarrollaban todas las posibilidades que sí empezaron a explorar cuando se descubrió que la Tierra era redonda. Hasta ese momento, sus mapas, sus barcos, sus calzadas, sus proyectos, en definitiva, estaban pensados para una Tierra plana.
¿Lo era? Sí, hasta que se descubrió que era redonda.
No pretendo aquí hacer un recorrido histórico hasta ese cambio de paradigma, sino provocar una reflexión.
¿Cómo sabemos que la Tierra es redonda? Realmente son muy pocas las personas que pueden comprobarlo por su cuenta. A la mayoría de nosotros nos basta con dar por válidos los datos que las investigaciones al respecto nos aportan. De hecho, la profesión docente se basa mayoritariamente en transmitir conocimientos que el profesorado no ha comprobado directamente jamás. ¡Qué ocurrencia! ¿Para qué, sino, estarían las evidencias científicas?
En demasiadas ocasiones me siguen llegando denuncias de intervenciones educativas que ponen de relieve un terraplanismo flagrante (“Es un TDH de libro”, “¿donde quedan los derechos de los que sí pueden y se van quedando atrás por culpa de los ANEAES?”, “¡Pues yo también tengo tedehache!”, “No vale para nada intentarlo, el problema está en la madre que no sabe ayudarle”, “exige poder estudiar con SU Tablet, pero después quiere que le traten como a los demás” y tantos otros ejemplos lamentables…).
No es mi objetivo tampoco aportar una larguísima lista de investigaciones y estudios acreditados y actualizados que ratifican no solo que es posible sino que es positivo que todos los/as alumnos/as puedan educarse en convivencia y respeto a las individualidades, investigaciones que desde el campo de las ciencias cognitivas y de la neurociencia están a disposición de cualquier docente que muestre interés por conocer como nuevas metodologías, nuevos diseños de situaciones de aprendizaje, y contextos de aprendizaje universales, permiten generar escuelas verdaderamente inclusivas.
Si consideramos importante la transferencia de los resultados a la práctica y estar al tanto de los estudios que nos dicen qué funciona en educación, para ajustar las decisiones sobre la incorporación de innovaciones educativas, de esas metodologías o estrategias basadas en la certeza que nos da la investigación científica aplicada a la educación, no soy capaz de entender por qué los estudiantes nombrados por algún tipo de diversidad tienen que estar diariamente demostrando la evidencia de que pueden aprender, sorteando estereotipos y prejuicios. A merced de que el profesional de turno tenga o no tenga esa convicción.
Veo, también en demasiadas ocasiones, que todas estas investigaciones no repercuten directamente en mejorar los procesos de aprendizaje del alumnado con diversidad, recayendo sobre éste la inaceptable tarea de aportar las pruebas de sus posibilidades, en una escuela que funciona anclada al normocentrismo.
Y así tenemos a tantos estudiantes (cuanto más alto es el nivel educativo, peor) cuya experiencia escolar y académica se reduce a: “¡Demuestra!”, “Demuestra que puedes hacer lo que hacen tus compañeros”. No sé yo si a veces, cuando de diversidad se trata, la intervención educativa tendrá más que ver con la realidad del docente que con la del/la estudiante que tiene delante.
¿Acaso la Tierra tiene que estar demostrando su redondez todos los días? ¡Qué sandez!